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Bienaventurados los que lavan su ropa

Por Carlos Torres Astocóndor
Lima: Banco Central de Reserva del Perú, 2012, 81pp.

Hay cuentos o novelas cortas que deben leerse de un tirón por su complejidad narrativa. Si las leemos por partes, corremos el riesgo de no comprenderlas del todo. Las técnicas literarias y la densidad del lenguaje son algunas de las razones. Sin embargo, en el caso de Bienaventurados los que lavan su ropa (Banco Central de Reserva del Perú, 2012) de César Vega Herrera, éstas responden a la peculiaridad del narrador por confluir varias voces en un solo acto y lugar, atraídos por el desenlace fatal de una criatura recién nacida que se debate entre la vida y la muerte ante la atenta mirada de familiares, vecinos y extraños.


César Vega Herrera (Arequipa, 1936) tiene un      desarrollo dramatúrgico sorprendente. En esta rama ha obtenido premios prestigios como La Casa de las Américas de Cuba en 1986, por su obra Ipacankure, y el Premio Nacional de Teatro en 1989. También ha logrado un par de premios por sus cuentos, y el Premio Novela Corta del Banco Central de Reserva del Perú en el 2012.                                                                                                                      

El narrador nunca deja de recordarnos que la narración se desarrolla en un contexto marginal y lúgubre, donde lo imposible es posible y el progreso se retrasa.

La escena es un velorio anticipado. En la casa de Lupe, una habitación cercada por esteras y el techo hueco, su hija empieza a morirse y nadie puede hacer nada. La situación justifica el paso de personajes singulares que, bajo el rumor de lo ocurrido, se acercan a ver la muerte que aún no puede llegar, desprendiendo el narrador sus pensamientos y recuerdos para construir el origen y las desgracias del asentamiento humano El Arenal. Lo único que mantiene a las personas viviendo allí.

El narrador nunca deja de recordarnos que la narración se desarrolla en un contexto marginal y lúgubre, donde lo imposible es posible y el progreso se retrasa. Usando las reflexiones de los personajes y sus historias  embrolladas, es la promesa que la modernidad llegará a cambiarles la vida.
                          

El narrador culmina las descripciones y sentencias que tiene sobre el espacio y la vida: “Ensopado hasta la chancleta pujaba tirado en plena calle chillando carente de valores. ¿Quién iba a entender el idioma cerril de un borracho loco de remate? Corría la         murmuración por las filas de ociosos y acuciosos. No respeta ni a su madre, comentaba el carpintero Llanos”. Así, el defecto de los personajes terminando siendo su propia identidad, pues el narrador los nombra, los da a conocer a partir de ellos: la Ciega, el Leporino, la Dormilona, el Marcado. Aunque también existen algunos que tienen nombre propio, otros representan lo insólito, como la mujer que tienen hijos de distintas razas (negro, cholo, rubio e indio).  

 

Por otro lado, el texto no presenta pausas marcadas. Como en las novelas de José Saramago, un párrafo   puede extenderse por varias páginas. La ficción fluye y fluye sin muchos puntos apartes que den un respiro al lector para que hile los distintos diálogos que se van intrincando. Es más, a veces es necesario retroceder y releer las oraciones para comprender su desarrollo. Lo que predomina son los puntos seguidos y, en parte, las oraciones cortas.       En definitiva, estamos ante un texto bastante singular y complejo que por momentos puede tornarse denso, pero en otros lograr excelentes descripciones (“la mujer de cuerpo artrítico observa a Pepito desinflado en su flacura”, “la baba esparció charquitos de plata salada”) que, en parte, justifican el XV Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro que otorga anualmente el Banco Central de Reserva del Perú.​​

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