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La vieja remington

Hey, Douglas Rubio

 

Douglas Rubio Bautista

I

 

Una noche, viernes precisamente, luego de un día docente, me encontré al Teatrero durante una reunión informal en el conocido restaurante-bar Don Lucho, epicentro común de universitarios parlanchines, intelectuales vedettes, bohemios desesperanzados y poetas que no lograrán jamás la codiciada fama que sus poemarios publicados prometían. Entró sin prisa, acompañado de un hombre bastante mayor, se acomodaron en una de las últimas mesas del bar y pidieron cervezas. Mientras, a mi lado, Mr. Olvidado, expectante de acabar su dilatada carrera literaria (en la Villarreal, los documentos se extravían con una facilidad siniestra), un profesor de su misma universidad, y un cineasta discreto, quienes cuestionaban con ardor las últimas elecciones presidenciales.

 

– Mira, es el Teatrero –me dijo Mr. Olvidado, de pronto–. Pásale la voz.

 

No hubo necesidad. A lontananza, el todavía profesor de Trilce se acercó de a pocos, mientras hacía escala en otras mesas y departía otros tragos, casi sin ánimo. Finalmente, ancló en la nuestra.

 

– ¡Hey, Douglas Rubio! –dijo, intentando ser cordial–. Qué dice la vida.

 

La primera vez que vi al Teatrero fue como juez. Circunspecto, inflexible, de voz impenitente: "¿Qué es la posmodernidad?"; "¿Te respondo en fácil o en difícil?", le pregunté con ironía, mientras la plana de Literatura de Trilce permanecía callada durante mi evaluación. "En fácil, pues", respondió, quitándose los lentes intelectuales. Luego, y con los meses transcurridos hasta hoy, aquella presencia se volvió irreconocible. ¿Qué había pasado con el Teatrero?

 

– Bueno, sabes que me renunciaron de Trilce.

Sí, me enteré. Sabes –continuó, tosiendo por el humo del cigarro–: Yo también me voy de esa huevada.

 

Bebió un par de copas y, así como rápido apareció, se marchó, aunque esta vez feliz, convencido, embutido de entusiasmo por el nuevo lote de poetas y pintores vedettes que llegaban al Don Lucho. Luego, una moneda en la rockola y minutos de música que hablaban de amores rotos y sujetos a quienes han echado de sus casas. "Yo también me voy de esa huevada", volví a pensar, entre los vasos bebidos y las palabras del profesor de literatura, rendido ante el placer de enseñar un curso de literatura a literatos. Caminé al baño con una ligera cojera y observé en el espejo los meses ojerosos. El Teatrero no es el Teatrero aquí. Aquí deja de lado al histriónico y es apenas la simple carne y trozos de huesos, mente y baba, del estudiante de último año de pregrado en San Marcos, especializado en hablar de estudios culturales.

 

"Chicos, yo me voy retirando de Trilce. Más bien, y esto les confirmará la Dirección, la próxima semana llegará un nuevo profesor o profesora de literatura, y yo...". Esperaba un "no se vaya", "quédese", pero –luego de mirarse los unos a los otros– muchos de los niños de cuarto de secundaria pidieron al Teatrero, ese que apaga la luz a carcajadas, que enciende una radio con música gutural, que agita los brazos y hace muecas, a la vez que los alumnos lo señalan y se ríen.

 

Salí del baño y por allí rondaba míster Copé. Confundido, con un vaso en la mano, y chalina que dejaba ver un par de labios resecos, me abordó con esa voz amanerada de miraflorino.

 

– ¡Hey, Douglas Rubio! –insistió.

– Hola.

 

A la manera de extraños en un tren, llegamos a una mesa donde le aguardaba una estudiante de literatura y conversamos, entre la premura del tiempo y el ruido de Abanto Morales, sobre mi nueva experiencia universitaria en la UPC. "Mira, esa es una empresa. ¿Qué vas a investigar ahí? Yo solo voy, doy mi conocimiento y me pagan; y encima, no hay mucho que hacer. Debes aprender a poner cara de huevón, interés y seriedad, nada más". Nos despedimos, beso a la cándida universitaria, y di cuenta de varias llamadas perdidas de mi teléfono celular.

 

Era el Rojo.

 

II

 

Sábado. Once de la noche. Mi novia se arreglaba el cabello largo y Santiaga, mi gata, la observaba impasible desde la cubierta del televisor. Mortificada, se acomodaba el vestido negro y ceñido, mientras me arrojaba el periódico del día, la almohada y lapiceros.

 

¡Eres un imbécil! –me increpó–. Ya lo habías prometido.

 

Observaba el techo de mi dormitorio y solo oía, de a pocos, la suave pero constante llovizna que caía esa noche en Lima. La ventana transparente y decenas de niños jugando fútbol. Solo la luz de los postes permanecía extraviada y los ladridos de los perros se acercaban y presentaban los típicos ruidos del hambre. No, no quería. No; la cama, el colchón, la almohada, las sábanas, las mantas y las frazadas, las patas de madera, el televisor en technicolor y los adornos de ángeles fluían solitarios. No, no quería ir. El Padrino, el maíz dulce, el silencio de los muebles, los libros prestos a ser intervenidos. No, no quería ir.

 

– Está bien –respondí resignado. Caminé al ropero: un jean negro, una camisa gris, una corbata negra, decenas de monedas en el bolsillo y mi novia calzando sus tacones. Observé mi dormitorio por última vez y pensé lo triste que es dejar el líquido privado e íntimo del útero materno. "¿Tienes la tarjeta", "Sí"; "¿Tomaste la llave que estaba encima de la lap top?", "Sí"; "¿Llamaste a mi mamá y le dijiste que iremos sin ellos?", "Sí". "¿Sacaste a la gata?", "Sí". "Sí". Antes de que mi novia llegara a vivir conmigo, mis medias apestaban, la cama era un torbellino matutino y mi dormitorio despedía un hedor que solía lidiar con perfumes y desodorantes de catálogo. Usualmente, mi madre solía gritarme y exclamaba, monda y lironda, la clase de hijo desordenado, impuntual e irresponsable en que me había convertido (pese a eso, me quiere mucho). Sin embargo, con la llegada de mi novia, las cosas mejoraron, al punto que ama a mi novia y me insiste sobre nuestra boda e hijos. Y si bien me vuelvo de a pocos un misántropo, y acudir a cumpleaños, matrimonios, reuniones de reencuentro, etc., se ha vuelto en actos que repudio en absoluto, por razones sencillas de deducir, fui incapaz de decirle "no" a mi novia esa tarde olvidable. "Amor, ¿iremos al quino de mi sobrina? Ya verás, irán Juan Carlos, Inés, años que no los ves; incluso, una alumna tuya de la universidad esa donde enseñas. ¿No sabías que la Geraldine era tu alumna?".

 

Tomamos el taxi y, pese a las calles laberínticas, llegamos temprano. Una mesa blanca, mozos solícitos, un charlatán que hablaba y hablaba sobre las virtudes de la quinceañera frente al público. Saludamos a toda la familia de mi novia: tíos, primos, sobrinos, un profesor de razonamiento verbal que me invitó para enseñar en el colegio donde enseña ("Ya pe’, cuándo bajas"), y la alumna esa de la que habló mi novia. Me saludó apenas y no me hizo caso. Me arrepentí de no haberla jalado.

 

Media hora luego, llegó la mamá de mi novia y sus hermanas. Siempre hablando las mismas rarezas: telenovelas, maquillajes, vestidos. A lo lejos, los mozos repartían jarras y platillos. Si bien pensaba que eso solucionaría las cosas, pues siempre es más llevadero recorrer el camino al Gólgota con un poco de cervezas, estaba bastante lejos de la razón. Era un quino evangélico; es decir, refrescos de coco en lugar de licor y Salmos en lugar de salsa de Óscar de León. "Debes aprender a poner cara de huevón, interés y seriedad, nada más", y bebía, mientras mi novia se perdía entre los danzarines de Salmos y lanzaba aleluyas. Solo deseaba estar en mi cama y "Estás fuera, Tom. No eres un consiglieri de guerra".

 

¿Por qué no me dijiste que tu sobrina también era evangélica?

– Se me fue, amor. La Geraldine te reconoció. Dice que tu curso era aburrido.

 

Al rato, llegaron Juan Carlos e Inés.

 

- ¡Hey, Douglas Rubio, estás irreconocible!

 

III

 

Paro de transportistas ese miércoles 13. Feliz, pues de vacaciones solo importaba mi horario. Leer blogs de cine, revisar antiguas redacciones, culminar proyectos breves, y jugar con Santiaga en la cama pese a que mi novia la detesta. Muchas pulgas y muchos pelos. Llegó la noche y, cuando todo parecía la tranquilidad oceánica, el Rojo volvió a llamar.

 

- ¿Listo, Camarada?

- ...

 

No había podido recordar la promesa que le había hecho semanas atrás, después de sus insistentes llamadas: ser presentador, por segunda vez, de la nueva novela del Osito Teddy. Me había acercado la novela del Osito una mañana dominical, prometió que me enviaría la invitación, el lugar y la fecha, que también pagaría el taxi de ida y vuelta, etc.; y, cuando intenté leer el primer capítulo, pensé que su doctorado en la Sorbona le había servido un carajo. También, Philip Dick al teléfono: "Además lo tacharon como profesor en la maestría de Literatura el ciclo pasado".

 

Finalmente, entendí que esa novela era del tipo de novelas donde era el mono quien se había comido a la banana. Una basura, una absoluta porquería.

 

– Pero no enviaste el lugar ni la invitación, y yo...

 

No quería ir. Luego, recordé las veces que el Rojo me recomendó para varios trabajos de edición. No quería ir. Luego, pensé en las ocasiones en que el Rojo me invitó a conferencias, ponencias y congresos literarios. No quería ir, pero allí estaba, diciéndole a mi novia que se comiera sola el maíz, camisa y pantalón blanco, y el taxi salvador. Al llegar al edificio donde se presentaría el libro, cientos de adolescentes llegaron junto conmigo al auditorio principal. Caminé despacio, observando que la mesa estaba ya lista y uno de los presentadores había comenzado con su discurso feliz y bla, bla, bla... Di un recorrido breve entre las sillas, jóvenes y ancianos agrupados, todos con la novela de marras en las manos, y el Rojo me miró a lo lejos, haciéndome adiositos. "Ven, ven", con su mano, mientras ocupaba un asiento cercano a la mesa y veía mi nombre en el tarjetero.

 

A los minutos, percibí dos desgracias:

 

a. En mi silla, y el tarjetero con mi nombre, otro que no era yo.

b. Todos los presentadores eran profesores de Trilce.

 

El Osito feliz, despreocupado, con el auditorio riendo gracias a las carcajadas y comentarios del Gramático. En sendos lados, el Historiador, el Filósofo, y el Elogioso. "Entonces, yo pensé, que, rayos... ¿qué pasaría si no leo esta novela ahora? Diría en el futuro, rayos, no he leído a este genio...". El Gramático: "El Osito sigue la tradición de Vargas Llosa, de Bryce, es uno de esos escritores jóvenes que merecen, de una vez, tener presencia en los libros de literatura peruana". El Rojo aportó lo suyo: "Si uno de los problemas que tiene todo escritor es enganchar a su lector, el Doctor lo consigue y con creces"; mientras, yo, a un lado, junto a los profesores Trilce, casi fuera de la mesa, pues habían tantos presentadores como público. "Novela de mierda", pensaba, y el Historiador me revelaba, henchido y orgulloso, que enseñaba un par de horas en alguna universidad. El Filósofo: "Cuando el Osito me llamó, desde Francia, dije, ¡guau!, otro libro; el Osito ha escrito una novela policial al mejor estilo de Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo. Es una novela que, cuando la abres, una mano sale de entre las páginas y te coge del cuello y no te permite alejarte de ella". El Historiador: "Me agradó cómo se descubre al criminal, ¿fue al final de la novela, no?".

 

Estuve en silencio, cerca al micrófono, a la vez que el Rojo me presentaba como escritor, profesor, investigador y bla, bla, bla... Estuve callado, y miraba al Osito, quien también me miraba, sonriente, como esperando el elogio final, y a los otros profesores Trilce que permanecían revisando la novela, o bebiendo agua, o haciendo señas al público, pero ninguno mirándome.

 

¡Hey, Douglas Rubio! –me susurró el Rojo.

 

Debes aprender a poner cara de huevón, interés y seriedad, nada más...

 

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