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Sobre la responsabilidad
del editor

(Una breve glosa sobre la ética de la difusión literaria y el mercado1).
Por Edwin Angulo

Hoy, en el Perú, es común hablar de editoriales independientes. Mediante estas nuestros escritores (narradores y poetas) han tratado de encontrar un mecanismo eficiente de publicación y difusión de sus creaciones más allá de la tiranía de las grandes editoriales, nacionales e internacionales, que monopolizan, de facto, no solo los contenidos y las formas estéticas, sino que, también, el acceso de determinados grupos sociales y amicales que han hecho de la creación estética un mercado regido, en gran medida, por ellos mismos, valga decir, “de acuerdo a sus criterios estéticos o comerciales”2.


Las implicancias y consecuencias de esta imposición estética (sus repercusiones y los mecanismos de resistencia que le van emergiendo en el camino) son un tema que viene ocupando, desde hace un tiempo, a muchos de nuestros creadores, críticos culturales e investigadores sociales; no obstante, parece que el rol que estas editoriales independientes han ido asumiendo con el pasar de los años, consecuencia de su institucionalización, está siendo descuidado, razón por la cual me gustaría comentar brevemente algunos aspectos de una problemática que, desde ya, está evidenciando una especie de remake “mejorado” de aquello que, en teoría, se buscó, si bien no solucionar, al menos, contrarrestar.

 

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Es evidente que en una sociedad tan pobre en lectores, y con un Estado que, amparado en las normas e imperativos del libre mercado, se desentiende totalmente del tema, tenían que aparecer las editoriales independientes. Algunas, dirigidas por jóvenes creadores sin un mayor afán que publicarse a sí mismos y a sus amigos, fueron consolidándose como medios eficientes para publicar a otros escritores, siempre que estos, además de presentar cualidades estéticas notables, colaboraran con el financiamiento de las mismas. Otras, desde un inicio, se plantearon como proyectos de rescate de escritores olvidados o rezagados por el tan mentado canon institucional.  De una u otra forma, el empuje de estas iniciativas que, al margen de lo oficial, comenzaron a solventar las deficiencias del medio literario constituyeron un florecimiento interesante de publicaciones alternativas, sobre todo en los círculos universitarios; como los de la UNMSM desde finales de los 90’, y los de la UNFV, desde inicios del  00`.


Con el tiempo estas editoriales, en su mayoría de corta vida, fueron dando origen, directa o indirectamente, a iniciativas más ambiciosas en las que, por encima de una pretensión inmediatista, comenzaron a intentar cimentar propuestas estéticas más concretas3, dando pie a editoriales independientes que, de a pocos, comenzaron a participar directamente en la difusión y consolidación de algunos de los más importantes valores de la joven literatura nacional (cercana a las urbes de siempre, claro), mediante ferias de libros, presentaciones en centros culturales, intercambios editoriales con otros países4, etc.

 

Como consecuencia de este proceso, hoy contamos con una gran gama de editoriales independientes que han logrado acumular cierto prestigio y notabilidad en nuestro medio, convirtiéndose, en gran medida, en los gestores de lo que podría considerarse como cierto “canon marginal nacional urbano” que, no por esto, ha dejado de repetir ciertas falencias y limitaciones de aquél que, en teoría, iban a contrarrestar: el oficial. A los que, además, han agregado una no menos importante: la ausencia de una profesionalización adecuada de su labor.

 

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¿Qué es un editor? Si nos remitimos a la RAE, su definición se relaciona con “administrar”, “adaptar” y “organizar”; es decir, “dirigir”, “acomodar” y “establecer o reformar”; e incluso “poner algo en orden”. Bellos conceptos para la que debería ser una noble labor. Y es que el editor debe de ser, antes que todo, un conocedor del tema; un especialista en el contenido antes de su exposición masiva; valga la redundancia, un ávido lector. Un editor debe de ser un sujeto, sino erudito, con esta ambición, y con un amplio sentido del olfato.

 

La relación editor-autor no puede ser de tipo mercantil. El decidir publicar entraña una profunda responsabilidad ética: del autor, en cuanto su decisión implica la convicción de estar aportando y/o comunicando algo importante; y del editor, en cuanto organizador y adaptador del trabajo para su adecuada recepción. Pensar en el libro como objeto trascendente no puede ser una antigualla retórica, sino el resultado de una reflexión constante sobre nuestro contexto social y nuestra realidad inmediata. La relación autor-editor, debe ser, siempre, el de una apuesta conjunta, el de una convicción compartida, cada quien en su propia función (como El Quijote y Sancho), una relación donde prime la confianza y, cuando sea necesario, una discrepancia profunda a partir de la conciencia de su propio rol y que derive en acuerdos mutuos; algo que no pasa cuando el ejercicio mercantil se impone.

 

El editor no es solo un corrector de estilo o un diagramador. El editor es, también, un artista. El libro como objeto no es una cuestión posmoderna, es el producto de un conocimiento profundo de la estética visual, como bien podemos observarlo, por ejemplo, en la caligrafía medieval. El libro como objeto, es el resultado de una reflexión que busca sintetizar lo práctico con lo bello, la forma con el contenido, la tradición con la innovación.

 

Sin embargo esta labor, tristemente, ha caído, en muchos casos, más en la necesidad de ganarse un sencillo o, incluso, dárselas de iluminado precoz, que en un compromiso ético. Pero he aquí lo que más me preocupa: las malas ediciones de buenos contenidos. Y es que, aún comprendiendo los bajos presupuestos o la inexperiencia en el oficio (que no exime de responsabilidad alguna), hay errores que no se pueden comprender, como no colocar adecuadamente una tilde, olvidarse una mayúscula, no tabular bien un diálogo, elegir un tipo de fuente terrible, entre otros.

 

Ejemplos sobran, pero para dar cuenta de lo extremos que pueden llegar a ser en cuanto a editoriales y autores que se publican, me gustaría mencionar dos: El viaje que nunca termina (Altazor, 2010) de Carlos Calderón Fajardo, abundante en erratas de ortografía y estilo que no hacen justicia de la calidad narrativa del autor; y La muerte se sueña sola (Vivirsinenterarse, 2012) de Paul Asto, el mejor libro peor editado que he leído jamás. Esta publicación, de un contenido, en mi opinión, relevante, no escatima en lo que a errores editoriales se trata, pues los han cometido casi todos, sino todos; desde la corrección de estilo hasta el tamaño de la fuente y las dimensiones físicas del libro: todo un desastre.

 

Y no es que no existan buenos editores y editoriales; los hay, pero son los menos, y para no ser mezquinos podría mencionar a Borrador, Paracaídas y algunas publicaciones de Lustra editores. Tampoco descarto que las que hayan empezado mal o hayan tenido errores puntuales, puedan mejorar, pero, como lector creo que es válido exigir algo más de calidad a aquellos que de una u otra forma buscan llegar a nosotros. La labor del editor y las editoriales merece una reflexión mayor. En todo caso, tanto el que se decide a publicar como el que publica se exponen, y el mejorar y profesionalizar su labor es algo que no pueden eludir, si quieren sobrevivir, claro5.

 

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La belleza no puede tener amigos; menos aún, debe postrarse ante un amo y señor. La tiranía del mercado no es inquebrantable; la belleza (lo estéticamente trascendente), en el largo plazo, termina imponiéndose. En este sentido la crítica literaria y la conciencia estética de los narradores y poetas son una fuente constante e invaluable de revitalizamiento y rescate ante aquel imperativo de oferta y demanda que en el terreno de lo inmediato sí se presenta casi invencible.

 

Las editoriales independientes, aunque iniciadas como una fuente de resistencia, son parte ya de este imperativo mercantil. Son pocas, pues, las que apuestan por un talento nuevo. Sumidas en la lógica del mercado, apuestan únicamente a lo seguro publicando a escritores consolidados o de renombre. Esta práctica sería positiva y loable si viniera acompañada de algún novel escritor que no se vea en la necesidad de autofinanciar su publicación, pero que suceda eso es realmente raro. Nuestros jóvenes editores parecen estar más atentos al rebote de la fama que gane algún nuevo escritor como consecuencia de la obtención de alguno de nuestros escasos premios nacionales; los más de los cuales, además, se encuentran en gran medida cuestionados por la redundancia en la elección de los jurados y las casas de estudio de los ganadores.

 

Así, este “florecimiento” editorial no refleja ningún cambio dramático para los nuevos talentos y, por ende, para nuestra pobre producción nacional (sin querer sonar chovinista).  No obstante, hay ejemplos respetables, románticos que sueñan, pero que por lo general son vencidos. Bueno, de momento conozco a cuatro grupos de jóvenes que apuestan por un sistema al margen del mercado hasta sus últimas consecuencias (me refiero a los integrantes de “Literatura Mutantres”, “C.A.C.A. Editores”, “EGOísmo” y a los de “Distopía literaria”; que se acaban de unir al club), y aunque no todo lo que publican es exactamente brillante, mantienen la actitud de morir en su ley que, espero, contagie, aunque sin llegar a sus extremos, claro5.

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1.Las siguientes reflexiones, en su mayoría, son consecuencia del curso de Taller Editorial dirigido por el poeta y catedrático Edgar Saavedra en la UNFV, en el que, junto a mis compañeros, pude recibir los testimonios directos de algunos de los editores que iniciaron estas iniciativas durante las décadas de los 90`y 00`, como Milagros Saldarriaga, Carlos Estela, Miguel Ángel Coletti, José Córdoba, entre otros.

2.Palabras extraídas de una conversación sostenida con el escritor Armando Alzamora.

3. Como la arequipeña “Cascahuesos" y "Paracaidas”.

4. Como el caso de “Corredor Sur. Alianza estratégica de editoriales andinas”.

5. Los integrantes de estos grupos, que en algunos casos se repiten, no venden nada de lo que publican, sino que lo obsequian o lo truequean, aceptando lo que el otro crea que vale su producto.

 

 

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